Derecho de autor y propiedad intelectual son, en esencia, dos caras de la misma moneda. Según nos interese el creador o su obra, hablaremos de un concepto o de otro. No hay grandes consecuencias prácticas derivadas en nuestra ley, aunque quizás sea más apropiado hablar de propiedad intelectual porque en realidad no se limita sólo a los autores, sino también a los artistas, intérpretes y ejecutantes, entre otras cosas. En Francia rige el Código de la propiedad intelectual, pero en Alemania la Ley de derecho de autor y derechos conexos, como pasa en Italia. En España se ha planteado el debate sobre si la propiedad intelectual se recoge en el artículo 20 de la Constitución, o por el contrario en el 33. No es una cuestión menor: el primero, que reconoce el derecho a la creación artística, literaria, científica y técnica está dentro de los derechos fundamentales, mientras que el segundo no lo está y habla de la propiedad privada en términos generales. Si se considera que la propiedad intelectual deriva del artículo 20, debería estar regulada por una ley orgánica, cosa que no sucede, por lo que cabe entender entonces que deriva del artículo 33, es decir, que es un tipo de propiedad. Además, el Código Civil, aunque no habla mucho de ella, la considera una propiedad especial, como las aguas y las minas.
Cabe preguntarse qué pasa con la propiedad intelectual en los Estados que tienen un sistema político totalmente distinto al nuestro (digamos “occidental”, para entendernos). En el Convenio de Berna, por ejemplo, participan 168 países. Si tenemos en cuenta que son parte de la ONU unos 190 Estados, se puede decir que el Convenio de Berna rige casi en cada rincón de la Tierra, y que por tanto hay globalmente una mínima homogeneización de los conceptos relacionados con la propiedad intelectual, por muy diferente que sea la forma de entender el mundo de unos y otros. Lo sorprendente es desde cuándo son parte algunos países. Estados Unidos lo es sólo desde 1989. La Unión Soviética nunca fue parte. La entrada de Rusia se produjo en 1994, ya que hasta entonces la URSS participaba en el Convenio de Ginebra desde 1973, un texto alternativo auspiciado por la UNESCO para los países que, habiéndose negado a firmar el Convenio de Berna, tampoco querían dejar de estar en algún tratado internacional sobre propiedad intelectual. Cosas del mundo bipolar.
Parece que la lógica soviética impondría severas restricciones a la propiedad intelectual, precisamente por ser un tipo de propiedad privada. Más bien parece que la perspectiva era la del derecho de autor, porque en definitiva, aunque muy alejado de nuestras posiciones, el sistema soviético no negaba a los autores su ascendencia sobre sus obras, y les reconocía derechos morales y de explotación. Hasta 1925 siguieron rigiendo las normas zaristas, y desde entonces, salvo las modificaciones del año 1961, no hubo cambios legislativos significativos. Hay que pensar que el poder legislativo residía en el Soviet Supremo, y durante los primeros años en el Congreso Soviético, órganos que ostentaban un tremendo poder de decisión sobre cualquier actividad que se desarrollara en la URSS.
La ley de 1925 reconocía a los autores el derecho de paternidad sobre sus obras, y la facultad de explotarlas durante 25 años, con las tarifas establecidas por el Estado, además de que el hecho generador era también la sola creación de la obra, sin formalidad alguna. Además se reconocía a los herederos la posibilidad de subrogarse en el ejercicio los derechos de explotación. La característica exclusiva del sistema soviético estaba era que, como en otros ámbitos, el Estado podía nacionalizar la obra, es decir, ejercer en su nombre y para sí mismo los derechos de explotación. Ahí estaba la trampa, a la que se debe añadir, por supuesto, el factor censura, lo que hacía prácticamente imposible que un autor pudiera publicar una obra en un ambiente de libertad, entendida ésta ya de manera muy restringida. Es decir, que al final no era el autor quien decidía sobre su obra, sino que era el Estado, que también decidía si el autor cobraba o no. En el año 1961 esta idea se consagra, de forma que la parte de los derechos morales es compartida entre el autor y el Estado, y se desarrolla de manera más profunda la ley, especialmente en cuanto a los límites de los derechos de explotación. El artículo 98, lacónico donde los haya, establece que los derechos del autor son los de publicación, reproducción y distribución, bajo nombre, pseudónimo o de manera anónima, y además la integridad de la obra y la remuneración de la obra en su caso y con los cánones establecidos en la ley. Llama la atención que, pese a todo, también se incluían ciertos límites, y hasta algunos derechos de simple remuneración.
Unos años más tarde, cuando la URSS entró en el Convenio de Ginebra, se aumentó la duración de los derechos a 25 años tras la muerte del autor, para adaptarse al tratado. Este sistema perduró hasta la llegada de Mijail Gorbachov, que impulsó una flexibilización del sistema, y en los últimos años de la URSS se empezó a trabajar ya en un sistema de convergencia con el occidental. Lo cierto es que todas las medidas que se diseñaron, y que iban a entrar en vigor en 1991, se encontraron por el camino con la disolución de la URSS. Tan sólo tuvieron validez en Rusia, de manera limitada, hasta que en 1993 el parlamento ruso aprobó la nueva legislación.
Por cierto, como es lógico pensar, el que quisiera coger un tren a Pankow, (es decir, viajar a la RDA), se encontraría un sistema muy similar, es decir, subordinado a las necesidades del Estado, y naturalmente basado en la simple oposición a la ley de autor de la RFA, pero no tan restrictivo como el soviético.
Existe cierta bibliografía sobre este tema tan interesante. De momento me apunto el libro de David García Arístegui, ¿Por qué Marx no habló de propiedad intelectual?.

Me gustó la nota. Es interesante ver, una vez más, cómo la propiedad y la libertad tienen mucha relación. El sistema de derecho de autor sostiene la libertad de expresión. Con el subsidio o el mecenazgo, el autor pierde libertad. Pero también con un mercado omnipresente, sin otro medio de financiamiento que la oferta y la demanda, se pueden perder formas expresivas. Gustavo Schötz
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