Hoy una breve mención para este pequeño descubrimiento, la película Big Eyes, que se proyecta estos días en las salas de cine. Se trata de un documento muy valioso para comprender la importancia y las consecuencias de los derechos morales de autor. Como está basada en hechos reales, poco importa hablar sobre el argumento: la lucha que la pintora estadounidense Margaret Keane libró durante muchos años contra su exmarido para exigir el derecho de paternidad sobre sus propios cuadros. Durante dos décadas, el ex se dedicó a venderlos como si fuesen pintados por él, hasta que Margaret Keane se cansó y decidió exigir lo que le pertenecía: algo tan sagrado como su nombre. Margaret Keane es conocida por sus pinturas de niños con grandes ojos y todavía hoy sigue en la brecha.

La película pone el foco, como es lógico, en la parte íntima del sufrimiento de Keane y su agitada vida, y la cuestión legal queda relegada a unos pocos minutos al final de la película. Además, el guión fantasea bastante en torno a la fase probatoria, pero al parecer sí es cierto el hecho de que el juez, incapaz de resolver a favor de uno u otro, decidió plantar a cada parte un caballete en la misma sala del juicio y concederles una hora para pintar un cuadro. Las leyes procesales estadounidenses son así. Evidentemente ganó ella. Él ni siquiera llegó a hacer un solo trazo.
Lo cierto es que lo que se disputaba allí es lo que comúnmente se conoce como derecho de paternidad, que está recogido, por ejemplo, en el Convenio de Berna (art. 6bis) y en nuestra ley. Es una cuestión bastante lógica: si alguien pinta un cuadro, tiene derecho a que se le reconozca como autor del mismo. No debería hacer falta llegar a la dimensión jurídica, con una mínima dosis de ética es suficiente para entenderlo, pero el caso de Keane demuestra la necesidad de que esté regulado.
Independientemente de los derechos patrimoniales del autor, e incluso después de la cesión de estos derechos, el autor conservará el derecho de reivindicar la paternidad de la obra y de oponerse a cualquier deformación, mutilación u otra modificación de la misma o a cualquier atentado a la misma que cause perjuicio a su honor o a su reputación.
Por lo demás, es una película muy colorista, con una ambientación muy lograda y que provoca que el espectador se vaya encendiendo gradualmente desde el momento en el que el marido vende el primer cuadro hasta que por fin se produce el fallo del juez, pasando por la indignación hasta llegar a la rabia. Al espectador le resulta fácil empatizar con Keane y más fácil aún odiar al marido. Sin duda, gustará a todo aquel que se dedique a la propiedad intelectual.