Los que nacimos en los 80 tuvimos la suerte de tener acceso a la informática ya desde nuestra infancia o adolescencia. Hemos vivido en nuestras carnes el frenesí de los cambios de formato en la distribución de contenidos, y hemos visto instalarse entre nosotros el cambio de paradigma con las descargas. De pequeños vivimos el paso de las cintas Beta a las cintas VHS. El tocadiscos todavía no era algo retro, sino simplemente viejo. Nuestras primeras incursiones en la música fueron con cassettes, presumíamos de walkmans, anhelábamos discmans y veíamos el minidisc como algo extraño. El DVD fue el último formato en llegar. Y por supuesto, aprendimos a leer en papel. El gran hito desde el punto de vista jurídico fue el caso Betamax de 1984.
Foto: Wikicommons (cc)
Hasta que llegó Napster. Con aquellos primigenios módems de 56 kbps, que hoy suenan a prehistoria, dejábamos la casa sin línea de teléfono durante largos ratos para bajarnos las canciones que hacían fortuna entre aquellos millenials que todavía ni siquiera sabían que lo eran. Era mágico: nos podíamos hacer gratis con las canciones del momento con sólo tener la paciencia de esperar a que la bajada se completase. Han pasado ya cerca de veinte años de todo aquello, y por el camino hemos visto de todo. A las empresas telefónicas les quitaban las líneas ADSL de las manos (al principio RDSI). Hasta Napster acabó muriendo, y su descendencia también, aunque la piratería se sigue reencarnando una y otra vez hasta sin solución aparente. Hemos llegado a la era de la puesta a disposición después ver cómo todo aquello que huela a tangible ha pasado a ser algo rancio. Todo está en internet, aunque es una sorpresa ver que aún se fabrican aparatos modernizados de cassettes. Será porque hay quien los sigue utilizando, y sin duda, algún día (si es que no ha llegado ya), se convertirán en algo hipster. El caso Betamax hoy no es más que una curiosidad histórica, hoy lo que hay que conocer bien es el caso Aereo. Así han cambiado las cosas.
No encuentro una fuente fiable para aportarla aquí, pero en 2003 Alaska ya advertía de que la industria musical estaba viviendo sobre un modelo ilógico en el que los artistas no eran precisamente los más beneficiados. Bien que le llovieron las críticas. También por aquella época había quien avisaba de que el modelo de la SGAE se estaba convirtiendo en algo negativo. No hicieron falta ni diez años para que se confirmaran aquellas predicciones. De las entidades de gestión ya hemos hablado en Intellectualis; del modelo de la industria musical, poco hay que decir, porque todos sabemos ya que la norma hoy en día, y no me refiero al ámbito de la piratería, es el acceso a través de internet, a través de plataformas tipo Spotify. Por ahí van los tiros, y por ahí seguirán yendo presumiblemente. Y no sólo en música, sino también en cine e incluso en el mundo editorial. Debate distinto al jurídico es si estamos dando, socialmente, más importancia al formato que al contenido. La facilidad de acceso al mismo hace que la cultura se venda más que nunca al peso, en detrimento de la calidad. Importa más la capacidad de un e-book para albergar libros, que los libros en sí mismos. A este respecto cabe plantearse si el desarrollo de la biblioteca digital tiene algún sentido o por el contrario es un concepto que ha nacido muerto, al ofrecer obras a las que se puede acceder igualmente de otras formas por un coste reducido. Hasta ahora, las bibliotecas tenían dos ventajas; una, la gratuidad. Otra, un catálogo de obras a las que el usurario generalmente no podía acceder con facilidad si no era a través del préstamo. En el primer caso, es una ventaja que seguirá existiendo mientras los precios de los libros digitales no desciendan y se distancien más del papel; en el segundo caso, mientras se trate de obras disponibles en formato digital, no hay ventaja apreciable porque la facilidad de acceso no es muy diferente. Por tanto, las bibliotecas digitales serán útiles si ofrecen fondos amplios y un sistema de préstamo cómodo para el usuario. Un modelo inspirador puede ser el de las bases de datos jurídicas, que se renovaron hace ya bastante tiempo. Dado que en España es un concepto aún balbuceante, las oportunidades para hacer un desarrollo racional de la e-library son reales, a salvo de que se cometan los errores que ya hemos visto en la comercialización de e-books.
La biblioteca digital puede ser especialmente útil en el ámbito universitario y en la investigación ya que puede facilitar enormemente el acceso a las fuentes. Cualquiera que haya investigado alguna vez puede imaginar lo cómodo que puede resultar, y el tiempo que puede ahorrar. No tiene que ver con la biblioteca digital, pero esta página de la universidad de Cambridge (de la que ya hablaremos, porque es todo un descubrimiento) es un buen ejemplo de cómo se pueden acercar las fuentes al público. En España, el Ministerio puso en marcha el año pasado el proyecto eBiblio, el cual no parece haber empezado con demasiado buen pie. Para empezar, por las pocas licencias que se han adquirido, y para seguir, porque los aparatos Kindle no son compatibles, cuestión que va a ser difícil de resolver. Además, las distintas redes de bibliotecas públicas que conviven en España, aunque ni juntas ni revueltas, tampoco se lo pone nada fácil al usuario, que depende de los servicios que incluya su carnet en función de su comunidad autónoma. Por lo demás, el préstamo digital es muy interesante desde la perspectiva jurídica, por el complejo juego de derechos que se produce. Aún así, el libro digital parece estar viviendo una renovada guerra de formatos.
Menos mal que siempre nos quedará el abandoware. Para los clásicos, claro.