Mañana TVE emitirá el último capítulo de esta temporada de la exitosa serie “Cuéntame”, decana de nuestras series por mérito propio. Una de las tramas que se ha desarrollado desde el principio, y cuya resolución esperamos que sea mañana si los guionistas no optan por dejarla abierta, entra de lleno en el terreno de la propiedad intelectual.
Carlos, el personaje interpretado por Ricardo Gómez, decidió tras una época turbulenta ponerse manos a la Olivetti y hacerse escritor. En ese trance estaba, mientras planeaba presentar pronto su primera gran novela. Para orientarle hacia el éxito y lograr que fuera justamente valorada por crítica y público, recurrió a David, un escritor decadente de mucha verborrea y poca producción, al que había conocido a través de su novia (es un decir) Nuka. La semana pasada presenciamos el momento en el que David, que hasta ahora parecía ningunear la novela de Carlos, le ofrecía publicarla como si fuera suya, firmada por él, a cambio de una oferta económica a Carlos, que éste por ahora ha rechazado. Por lo que se ha podido ver en algún avance, parece que la negativa de Carlos no ha supuesto mucho obstáculo para que David se aprovechase de su obra.
Este tema nos lleva al ya comentado del plagio, pero por otra parte puede ser muy útil para apreciar la gran novedad que supuso la reforma de la Ley de Propiedad Intelectual de 1879, muy poco tuitiva, la cual llegó al final de sus días sumida en un grave nivel de obsolescencia, lo que sin duda tenía consecuencias negativas para, fundamentalmente, los autores. En Cuéntame se habla de “comprar” y “vender” novelas. Con la ley actual, que será mejor o peor que la anterior, pero desde luego está en armonía con las leyes de nuestros vecinos, las obras no se compran ni se venden, sino que se ceden y se adquieren derechos sobre las mismas porque el autor sólo puede ser quien las crea.

En el sistema actual existen dos tipos de derechos complementarios que tienden a asegurar precisamente que no se produzcan situaciones de usurpación de autoría, o al menos, que ésta sea mucho más complicada y sobre todo que tenga consecuencias. Por una parte, existen los derechos morales, irrenunciables por ley precisamente para que no se conviertan en objeto de negocio, y por otra, los derechos de explotación. Los derechos morales reservan al autor la facultad de decidir si su obra ha de ser divulgada y cómo, asegurándole la paternidad por la misma. Los de explotación, que no se pueden desligar de los morales, sirven precisamente para encauzar el proceso mediante el cual la obra se hace llegar al público, pero siempre y en todo caso teniendo presente que el autor lo es por el solo hecho de la creación, sin excepción. En la ley de 1879 este reconocimiento no existía, y además era una ley formalista que exigía la inscripción en el Registro de la Propiedad Intelectual para que la ley surtiera efecto, cuestión que inexplicablemente fue sobreviviendo a las décadas del siglo XX y a regímenes políticos diversos hasta que por fin se reformó la ley. La autoría hoy no está sujeta a ningún trámite, pero no es el caso de Carlos, que vive en 1983, que debería haberla inscrito. En la actualidad el registro de la obra, si bien no es obligatorio, sigue siendo conveniente a efectos de prueba.
Por eso, Carlos nunca habría podido negar la autoría de su novela hoy en día. O dicho de otro modo, lo podría hacer, pero contra la ley. Y David sencillamente no podría “comprársela” como si de una mercancía cualquiera se tratase. En todo caso, es una deshonestidad que bien sabemos que sucede más a menudo de lo que parece. ¿Cómo acabará la historia? Mañana en sus pantallas.